“Hay una maravillosa paz en no publicar. Publicar es una invasión terrible de mi privacidad”.
Jerome David SALINGER, escritor estadounidense (1911-2010) en la única declaración pública que hizo, a un periodista de The Times en 1974. Cuando en 1951 publicó El guardián entre el centeno (best seller inmediato), su repulsión a la fama le llevó a esconderse, intentando pasar totalmente desapercibido hasta su muerte.
El mismo día en que nació Alejandro Magno, un pastor llamado Eróstrato incendió el templo de Artemisa en Éfeso, una de las siete maravillas del mundo, para hacerse famoso. Enterado de su intención, el rey persa Artajerjes ordenó que su nombre fuera borrado de cualquier inscripción. Pero Eróstrato se salió con la suya y los historiadores registraron el hecho y su nombre.
El complejo de Eróstrato es el trastorno de sobresalir a toda costa, pero los síntomas más leves son una epidemia, como prueba que todo el mundo se “cuelgue” en la red.
Lo raro es lo contrario, lo que los filósofos estoicos llamaban libido nescire, la pasión por el anonimato, la fobia a la popularidad, la vocación de hombre invisible que afectó a J.D. Salinger.
Gente que se ha ganado la fama a pulso y que no quiere merecerla. Esto me lleva al eterno dilema: ¿tienen derecho nuestros famosillos, que han obtenido la fama sin mérito ninguno y que se han forrado a base de aparecer en programas de la tele a que respeten su vida privada…? Yo me abstengo. Prefiero ser anónimo.